A menudo los argumentos apologéticos entorno al modo de vida vegano/vegetariano se substratan en el concepto moderno ( y, por definición, efímero, frívolo e individualista) que lo definen como un tipo de alimentación sano, natural y conductor hacia una mejor calidad de vida y una más longeva existencia. Al margen de los mentados evidentes beneficios personales de la dieta vegetal, la visualización de las razones que la envuelven no contempla como premisa básica, sin embargo, otro de los triunfos que logran tales conductas, me refiero a la inherente exención de asesinatos directos a compañeros de género que nuestros hábitos en la mesa suscitan.
Cien mil millones de animales están muriendo anualmente en nuestras manos, nuestros laboratorios, nuestros centros de exterminio. Ya no se trata, pues, de un asesinato aislado (y no por ello menos susceptible de punición), sino de un genocidio consciente, premeditado y aparentemente imprescindible, para la economía internacional y para nuestra perversa lectura del "progreso", el mismo "progreso" que victimiza y tortura, además, a seres vivos extraordinariamente similares a nosotras.
Aceptar que matamos es, en cierto modo, asumir que nos pueden matar. No es sabiduría, es el proceso más elemental de comportamiento, legado de nuestra miserable conducta humana: el benemérito "ojo por ojo". No es, pienso, un mero pasatiempo esto de comer cadáveres. No quisiera entrar en el tema de los residuos animales y en la problemática mundial de su gestión.
Existe, por otro lado, una tendencia inmoderada en la actual sociedad hacia el culto del "yo" y del "más"; ambas parecen ser las dos piernas sobre las cuales pisa - y pisa fuerte-, nuestra especie. En éste ámbito, comer ya no se puede argumentar como un ejercicio básico de supervivencia (ni la excusa por la que muchas personas trabajen mil horas al día): la gastronomía nos ha conmovido; el bombardeo de proteínas y la acumulación desordenada de lípidos o la inclusión social de nuestras costumbres excesivamente omnívoras, son dueñas de nuestros hábitos fisiológicos con tal compulsión que hemos hecho de ellos un deber y un derecho, además de un placer. Ese placer a través del cual tantas y tantas veces canalizamos y desintoxicamos las frustraciones que la vida cotidiana nos depara.
No es que me manifieste en abierta oposición de la gastronomía (las combinaciones vegetales de una buena mesa son loables, aunque no debamos obsesionarnos con ello ), pero priorizando menos esta actitud podríamos, quizás, estar más en paz con nosotras y con cuanto nos rodea, en fin, con la inmensa comunidad de la vida.
Los animales, todos los animales, han sido y son despreciados por el ser humano, aduciendo la sustentación de este modus operandi a la idea generalizada (como las mayorías absolutas, la cultura de masas o el pensamiento único), de que son nuestros esclavos naturales o de que llevan una vida tan simple, que casi resulta un acto de piedad y/o supremacía lógica de seres superiores, destruirles como entes autónomos, y físicos, para aprehenderlos hacia nuestros intereses, sean de carácter turístico (corridas de toros, salvajes fiestas populares,...), vanidosos ( confección con pieles, vivisección,...), o meramente gastronómicos. En la embrutecida sociedad moderna, cada vez más falta de estímulos espirituales e inquietudes autogestionadas o autoinducidas, la vida de muchas personas resulta más pobre, rutinaria y esclavizada que la de algunos animales, y no por ello comparamos a dicha gente con animales, ni les restamos el mérito de la vida (único bien absoluto). Un pollo, en su calidad de pollo, en su universo social, es capaz de ser mucho más perfecto que muchas personas en su rol de personas.
No olvidemos esto. Tal vez otro de nuestros motivos para la destrucción de los animales resida en la venganza que les debemos por ser capaces de emitir y asumir tanta libertad y felicidad. Tal vez fuera hora de replantearnos nuestras relaciones con el reino animal.
De igual manera nos comportamos con algunos congéneres humanos, a los cuales, aunque de modo velado e indirecto, parece ser que consideramos inferiores desde este "Maravilloso Primer Mundo"; anteponiendo la satisfacción personal o de nuestro grupo tribal contra cuanto nos la impida. Es por ello que la esclavitud de los recolectores de café, cacao..., ha generado el comercio justo, que la destrucción de la Amazonía ha erogado actitudes de consumo responsable y no depredador, o que la extinción de seres vivos en el nombre de una capricho o de una falsa necesidad ha construido formas de vestir, de comer, de pensar y de vivir que erradican tales posturas. Todo acto vital contiene en sí mismo una alternativa a él, como el veneno y el antídoto. Cualquier actividad humana - generalmente basada en la erosión insostenible del entorno -, ofrece a su vez un modo paralelo de ejercerla; amparadas, como mínimo, en el respeto que exigimos para nosotras, o en su equivalente animal "no racional".
¿De qué modo una especie que, con alevosía, regocijo e impunidad, lleva a cabo la extinción masiva de sus congéneres y de su propio planeta (garantizando así su propio suicidio), podría ser denominada "racional"?
Xavi Bayle
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